Andrzej Wajda
Obra de suspense sostenido, vibrante y
deliberadamente ralentizado hasta el paroxismo, de pulsiones ocultas y
sentimientos reprimidos, El cuchillo en el agua (Nóz w wodzie, 1962), ópera prima de Roman Polanski,
presenta ya uno de los temas fundamentales de su filmografía: la
radiografía del lugar cerrado, escenario en el que se establecen las
cambiantes relaciones de dominio y sometimiento entre sus personajes. Un
marido malhumorado y dominante y su aparentemente anónima esposa viajan
en coche hacia un lago, dispuestos a pasar el día en su embarcación de
vela. Están a punto de atropellar a un joven autoestopista semivagabundo
que camina por el medio de la carretera. El marido, enfadado, se encara
en primer término con el muchacho, pero finalmente lo invita a pasar el
día con él y su esposa. El resto de la película transcurrirá en la
embarcación a lo largo de una jornada de 24 horas durante la que
aflorarán progresivamente la tensión sexual entre el joven y la callada
mujer y el enfrentamiento entre los dos hombres de clases sociales
divergentes: el muchacho, paria sin esperanzas, oficio ni beneficio; el
marido, ciudadano acaudalado gracias, presumiblemente, a su servil y
beneficioso servicio a la nomenklatura, la clase dirigente del
régimen comunista polaco. La creciente tensión permitirá a la esposa
detectar su oportunidad de cambiar las tornas y empezar a dominar a su
marido.
El guión, escrito entre el propio Polanski y Jerzy Skolimowski,
suministra la tensión lentamente, con cuentagotas, y se permite una
narración pausada, prolija en símbolos (el joven caminando sobre el
agua, el cuchillo del título) y de final abierto. La realización es
admirable, y denota ya a un director plenamente consciente de su talento
desde su primera película por más que afronte dificilísimas condiciones
de rodaje: se utilizaron plataformas flotantes adyacentes a la
embarcación para los técnicos y cámaras, estando estos en ocasiones
literalmente colgados con arneses, cámara en mano; los cambios de
dirección del viento arruinaban todas las escenas de plano y contraplano
al mover el barco, por cuanto cambiaba la orientación de la luz, de las
sombras y la forma de las nubes. Pero no sería esta la principal
preocupación del director, sino su actriz principal: Polanski conoció a Jolanta Umecka
en una piscina y la eligió exclusivamente por su físico, a sabiendas de
que no tenía ninguna experiencia previa en el cine. Tras varias
desesperantes semanas de rodaje en las que trató de ocultar en lo
posible la nula expresividad de ella, e incapaz de sonsacarle una
reacción dramática adecuada en una de las escenas clave, Polanski
llegaría a disparar una bengala sin avisar para asustarla y filmar así
su reacción. Pronto empezó a darse cuenta, además, de que la joven
engordaba sin control. Descubrió al fin que Umecka era una glotona en
secreto, que se atiborraba de dulces que escondía en su habitación. Ello
le obligó a rodarla de perfil en las escenas de desnudo finales. La voz
de Umecka fue doblada en posproducción por una actriz profesional. El
propio Polanski prestaría también su voz al joven protagonista.
Al margen de estas anécdotas, el rodaje
se vio también salpicado de varias dificultades personales. Durante el
mismo Polanski supo del fallecimiento en accidente de coche de Andrzej Munk,
director de cine, profesor de la Escuela de Lodz, mentor y gran amigo.
El propio Polanski tuvo también un grave accidente automovilístico que
se saldó con varios días en el hospital, del que saldría contra
prescripción médica para concluir el rodaje. Además Barbara Lass,
su primera esposa, le comunicó por carta su intención de divorciarse.
Las cosas no mejoraron cuando la película se estrenó en Polonia: la
reacción de la prensa y las autoridades fue, cuando no furibunda,
directamente tibia. El aparato oficial no quiso dar ninguna publicidad a
un film tan insólito y aparentemente controvertido, por lo que la su
distribución fue limitada y su fracaso, absoluto.
A la vista del estado de las cosas, y
comprendiendo que le sería prácticamente imposible rodar otra película
en Polonia, Polanski decidió volver a Francia. Deprimido, divorciado y
sin un billete en el bolsillo (su salario de director le había sido
pagado en moneda polaca no convertible) llega en su coche a París
dispuesto a vivir de la caridad y hospitalidad de amigos y conocidos. Al
poco tiempo tiene lugar un encuentro fundamental en su carrera: conoce a Gérard Brach,
a la postre guionista de nueve de sus películas. Sus caminos son
paralelos: Brach también está arruinado, malvive en cualquier mísera
habitación que sus conocidos le ofrezcan y se acaba de divorciar. La
química entre ambos es absoluta en lo personal y lo intelectual y,
merced a su fascinación por el teatro del absurdo, juntos comienzan a
escribir el guión de una estrafalaria comedia: la historia de
(nuevamente) un matrimonio en un entorno aislado (una casa del litoral
incomunicada con tierra firme cuando sube la marea) cuyas vidas dan un
giro con la llegada de un extraño. Es el primer borrador de Cul-de-Sac,
que tratan de vender sin éxito a varios productores. Sí consiguen, sin
embargo, obtener financiación para escribir y rodar un corto (Río de diamantes) incluido en la película coral de varios directores Las más famosas estafas del mundo.
El dinero obtenido con los beneficios
del corto permite a Brach y Polanski seguir malviviendo en París. El
estreno internacional de El cuchillo en el agua también permite
a Polanski hacer algunos viajes: la película obtiene el Premio de la
Crítica en el Festival de Venecia y es nominada al Oscar a la mejor
película extranjera (perdiendo ante 8 1/2 de Fellini). Un fotograma de El cuchillo aparece en la portada de la revista Time
en septiembre de 1963. Pero la vida real de Polanski está muy alejada
de su creciente estatus de gran promesa. Él y Brach prosiguen su
vagabundeo cotidiano en París, arrastrándose por despachos de
productores durante el día y frecuentando a las prostitutas de Les
Halles por las noches. Finalmente llega lo más parecido a una
oportunidad: Compton Group, una productora londinense dedicada a la
producción de películas eróticas, no quiere saber nada del guión de Cul-de-Sac,
pero estaría dispuesta a financiar una película de terror barata
escrita por Brach y Polanski. Ambos se ponen manos a la obra y escriben
el guión de Repulsión (Repulsion, 1965) en 17 días.
Iniciado el rodaje, es cuestión de
tiempo que afloren las tensiones entre productores y director. Los
primeros quieren una película de serie B, barata y explotable en
circuitos secundarios. Polanski está haciendo algo bien diferente y,
peor aún, bastante más caro: un asombroso tratado sobre la esquizofrenia
tremendamente detallista, prolijo en el uso de lentes granangulares,
travellings, paredes móviles y ampliaciones progresivas del campo de
visión: trucos técnicos todos ellos dedicados a transmitir la locura de
la protagonista principal, una Catherine Deneuve en
estado de gracia en un film absolutamente terrorífico que transcurre
casi por completo en el primer apartamento de los muchos opresivos
apartamentos que poblarán futuras pesadillas rodadas por su director.
Repulsión duplicaría el
presupuesto inicial, obligando finalmente a Polanski a ceder ante los
productores en algunos aspectos. Ello le llevaría con el tiempo a
asegurar que el film no logró alcanzar la plena calidad que él buscaba.
Es sin embargo una película fascinante, y a su minuciosa descripción del
pánico y frigidez sexuales de la protagonista debe muchísimo la
reciente Cisne Negro (Black Swan, 2010). Y es que en ocasiones el film de Darren Aronofsky casi parece un remake de la obra maestra de Polanski.
Repulsión fue un éxito de
taquilla y obtuvo el Oso de Plata en el Festival de Berlín, lo que
permitió que, tres años después de escribirse el guión, el proyecto de Callejón sin Salida (Cul-de-Sac,
1966) viera finalmente la luz. El equipo de rodaje se trasladó a Holy
Island, en la costa de Inglaterra: un castillo situado en un islote
unido a tierra por un camino solo visible con la marea baja. La película
cuenta la historia de dos gangsters norteamericanos (uno de ellos
mortalmente herido de bala) que, tras dar un golpe, llegan en coche a la
isla y su castillo, donde vive un extraño matrimonio: él, inglés,
apocado, histérico, afeminado y constantemente dominado por ella,
francesa, traviesa e infiel (nada más empezar la película la vemos
retozar en la playa con una de sus escasas visitas). Los gangsters
secuestrarán al matrimonio y le impedirán todo contacto con el exterior
en tanto que su contacto en tierra firme y aparente jefe de la banda (un
personaje al que nunca vemos llamado Katelbach) no disponga de los
medios aéreos para organizar la huida de ambos de la policía que les
pisa los talones. Pero lo que aparenta ser una historia de intriga se
torna inmediatamente en una insólita, imprevisible, originalísima y
excéntrica comedia negra, en la que todas las convenciones del misterio
se subvierten: no hay suspense, pues adivinamos de inmediato que, por
mucho que los gangsters esperen a Katelbach, este, como Godot, nunca
llegará. Lo que interesa a Polanski y Brach es el juego sexual y
violento de sumisión y dependencia que se crea entre los tres
protagonistas principales, que remite al de El cuchillo en el agua,
pero observado aquí con el filtro del absurdo. Un crítico observó
acertadamente, además, que la película presentaba una divertida alegoría
de la historia de Gran Bretaña, pues vemos a un inglés que, celoso de
su isla inexpugnable, es pronto conquistado por una francesa y ve su
existencia condicionada por las acciones de un americano en la otra
orilla. En la escena final el inglés (que se llama George, como el
patrón de Inglaterra), deberá enfrentarse, como el patrón, a su dragón
particular. En descargo de esta teoría hay que decir, eso sí, que el
hecho de que fuera una actriz francesa (Françoise Dorléac, hermana de Catherine Deneuve) quien interpretara a la esposa de George no figuraba en el plan inicial.
El trío protagonista lo completaron Donald Pleasence, extraordinario en el papel del humillado marido, y Lionel Stander
como el fanfarrón y violento gangster americano. La relación entre
ellos y con el propio Polanski estuvo lejos de ser fácil durante el
rodaje, el cual estuvo lleno de peleas no solo dialécticas. Tampoco
faltaron las ya tradicionales disputas con los productores, muy críticos
con el afán de perfeccionismo del director. Perfeccionismo que se
adivina en todas las tomas, sobre todo en un inolvidable plano secuencia
de ocho minutos de duración, en el que la acción de los tres
protagonistas principales sobre la playa se sincroniza con el paso de
una avioneta en el momento oportuno. Polanski aseguraría haber terminado
la película destrozado mental y físicamente. Concluido el rodaje, y ya
instalado en Londres, curaría su consecuente depresión viéndose con
numerosas mujeres, participando en la desinhibida vida social de la
ciudad y teniendo sus primeras experiencias con el LSD.
A pesar de las desavenencias, hubo un miembro del reparto de Cul-de-Sac con el que Polanski tuvo una relación inmejorable. Se trataba de Jack MacGowran,
que interpretaba al moribundo colega del gangster. Tan contentos
estaban Polanski y Brach con su trabajo, que escribieron su próximo
guión para su lucimiento personal. Se trataría de una parodia del cine
de vampiros, en la que MacGowran interpretaría a un profesor algo
chiflado y el propio Polanski a su despistado y atontado ayudante. El baile de los vampiros (The Fearless Vampire Killers,
1967) traería muchas novedades a la carrera de Polanski: se trata de su
primera película en color, y en ella trabajaría por primera vez con
capital norteamericano (aunque técnicamente era una producción
británica, el capital lo aportaría la Metro Goldwyn Mayer). Además, el
film sería de época, por lo que su músico predilecto (Krzysztof Komeda)
tendría que componer una banda sonora algo alejada de los ritmos jazz
de sus colaboraciones anteriores. Pero el evento más notable que El baile de los vampiros acarrearía a la vida de su director sería la elección de la actriz protagonista: la guapísima norteamericana Sharon Tate, a la postre su segunda esposa.
La película es, por lo demás, algo
irregular, si bien mantiene cierto encanto por su cuidado diseño de
producción y varios gags que funcionan, como el del posadero judío al
que, una vez convertido en vampiro, no asustan los crucifijos. O todos
los equívocos a costa del hijo homosexual del conde vampiro. Hablamos
siempre, eso sí, del montaje original de Polanski, pues el film fue
absolutamente mutilado en su estreno en Estados Unidos: se le añadió el
subtítulo Disculpe, pero tiene usted los dientes en mi cuello,
se dobló la voz de todos los actores para que sus voces sonaran más
norteamericanas, se recortaron 20 minutos de película haciéndola
incomprensible y, para rematar, se añadió un ridículo prólogo de dibujos
animados.
Pese a todo, ello no impidió que el
nombre del alumno más aventajado de la Escuela de Cinematografía de Lodz
sonara con fuerza en los corrillos de Hollywood. Su gran oportunidad y
su consagración definitiva llegarían cuando Robert Evans, el mítico productor de Paramount, le propusiera dirigir la adaptación de la novela de Ira Levin Rosemary’s Baby.
Sería el mayor éxito de su carrera y el preludio a la etapa más feliz
de su vida: el niño del gueto de Cracovia conquistaría la ciudad de los
sueños y llevaría una vida de auténtico playboy millonario en las
colinas de Los Angeles. Se casaría con Sharon Tate y compraría una casa
para su esposa y su futuro retoño. Pero nuevamente una incomprensible
tragedia se llevaría por delante a su familia.
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