Afuera la lluvia caía sin parar. Ella trataba de mirar a través del
vidrio empañado de la ventanilla del ómnibus, miraba hacia la izquierda,
seria y pensativa. La niña tenía los cabellos lacios, cortos y
desparejos; cortados a la tijera a la buena de Dios por manos que de
peluquería seguramente sabían muy poco; su blusita lila con hilachas, su
carita manchada con imagen somnoliente. La niña soñaba.
De pronto,
sus dedos se deslizaron sobre el vidrio empañado y trazaron dos líneas
cruzadas, grandes; un rato después completó la palabra: el nombre de una
artista famosa. Sólo eso escribió y se quedó mirando su obra. Se dio
vuelta y notó que la observaba y se sonrojó; quiso borrar la huella que
la delataba, tal vez porque imaginó que la pillé infraganti en pleno
sueño de no ser una nena tan humilde y haraposa, que la pillé chiquita y
levantándose de madrugada para trabajar, con tan poco tiempo para jugar
y soñar que no era ella sino otra con una vida mucho menos complicada,
mucho menos difícil, con tan poco tiempo para ser una verdadera niña.
Miré
hacia otro lado para que ella pensara que no le daba importancia a lo
que hacía, entonces dibujó otros palitos cruzados cerca del nombre; unos
palitos cruzados y juntitos que a mí me parecieron estrellas. Volvió a
mirarme, le sonreí y me correspondió. Llevada por mi propia fantasía,
soñé también para ella un porvenir mejor del que tal vez le esperara.
Soñé para ella sueños dulces sobre almohadas limpias, sueños hasta las
seis y media o siete de la mañana para ir luego a la escuela y no hasta
las tres o cuatro de la madrugada solamente.
Continuó mirando a
través del vidrio y me pregunté qué representaba esa palabra, ese
nombre, para ella. Quizás sólo pensaba en su artista favorita y la
imaginaba bailando y cantando rodeada de tantísimo lujo o tal vez quería
creer por un momento que ella no era esa nena llamada ¿Juana?
¿Ramonita? sino una hermosa niña-adolescente que cantaba y reía todo el
tiempo porque no le dolía ni faltaba nada.
Su abuelita le dio un
sacudón y le dijo que se preparara para bajar. Quise pedirle que no
borrara sus estrellitas del vidrio, que las dejara iluminando ese viejo
colectivo del interior hasta que el calor las fuera derritiendo y se
deslizaran como gotitas hasta el piso. Y las dejó, dibujando en la
ventana. Se pararon las dos, arreglaron sus cosas y bolsones de
arpillera llenos de no sé qué. Primero bajó la abuelita y ella fue
pasando los bolsones enormes uno a uno y, antes de bajar, se quitó sus
zapatitos para que el agua no los estropeara más de lo que ya estaban.
Se bajaron cerca del Mercado de Abasto con todo su cargamento de cosas
para vender... y la nena con su cargamento de sueños y sus poquitos
años.
Allí las recibió el asfalto resbaladizo y la lluvia. Luego, ese
auto, las poco ágiles piernas de su abuelita... Tiró sus bultos y
corrió a atenderla, intentando, entre sollozos y desesperación, que
volviera a hablarle.
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