Autor: José Pablo Frete Yódice
Prohibido plagiar
Octubre de 2012
Es propicio ocuparme de este tema debido a la ocasión -muy a pesar de
los que somos olimpistas- de la reciente derrota estrepitosa de mi
querido y glorioso Decano de Para Uno ante Cerro Porteño por 4 a 1.
El fútbol, en teoría, es uno de los mejores inventos del ser humano. En la práctica, es uno de los peores.
Ahora
bien, no sé si quedarme con la teoría o con la práctica. Si yo hubiera
existido durante esos tiempos donde brillaban Erico, Di Stéfano o Pelé,
no tendría la visión dispar que tengo hoy, pues en aquella época este
deporte era en la práctica lo que en cuanto a teoría me estoy
refiriendo. Eran ambas cosas.
Pero un día, vaya a saberse cuándo,
se rompió ese molde. Una minoría pensante (y digo minoría porque reciben
escasa atención a excepción de que entre esa gente se hallase Jorge
Luis Borges en su momento) creyó suponer, como todavía lo sigue
planteando, que al fútbol no vale la pena darle manija. Es aburrido ver a
diez contra diez y a dos sujetos parados defendiendo sus vallas,
dirigidos cada uno por un profesor y arbitrados por un grupo de jueces
mientras corren detrás de un balón frente a un público determinado que
paga por el espectáculo y los periodistas especialistas en el área,
desarrollando su labor correspondiente dentro del estadio en el cual se
realiza el cotejo.
Hay una dirigencia encargada detrás. Y tras la
misma, están las autoridades locales. Después, a nivel continental. Y
por último, el escalafón concluye con la Federación Internacional de
Fútbol Asociado. Es un negocio donde nadie pierde, de alguna forma.
Todos ganan. Esto tiene sentido si consideramos que ir a observar un
juego en la cancha forma parte de un importante factor distractor en
nuestras vidas.
Nos hace olvidar las penas cotidianas o lo que
fuese adverso a nuestro alrededor. No importa si los equipos son o no
conocidos, sí o sí habrá presencia. Recordemos que Cerro tuvo 25
pagantes una vez, por citar el ejemplo nacional más famoso. ¡Y vaya
ejemplo! Bueno, entonces el fútbol de esta manera viene a convertirse en
una especie de droga con la que aliviamos o al menos intentamos
aliviarnos todo o alguito los que gustamos de este deporte. O sea, a
cada quien lo que le interesa es atestiguar del modo que sea el partido
de su club favorito. El resto, que se vaya a la mierda por un rato.
Dependiendo de si el resultado final influye o no en los hinchas,
posteriormente se vuelve al fucking real world y a comenzar de cero como
siempre.
Pero como todo vicio, no hay que abusar. Y cuando el
fútbol sobrepasa los límites de la cordura, allí es donde gana fuerza la
división de la teoría y la práctica de la que hablé antes. La violencia
en las canchas, tanto dentro como fuera, desacredita al balompié. Hace
que deje de ser un show familiar y entretenido que incentive el deporte
para degenerarse en un desopilante fanatismo caníbal generador,
lamentablemente, de rating para la o las empresas transmisoras del
partido.
La ineficacia por parte de los organismos de velar por la
seguridad y la infiltración de drogas, alcohol e inadaptación social en
las barras bravas que al mismo tiempo se subdividen y en ciertos
instantes se pelean entre ellas mismas son ingredientes fundamentales
para que en la actualidad decaiga el ánimo de una asistencia a los
estadios como en las viejas épocas. Acá ya se pierde el sentido común,
al surgir la violencia colateral. Aún no fui a mirar un solo partido de
Olimpia. Apenas he visto, teniendo nueve años de edad, a Paraguay
jugando en el Estadio de los Defensores del Chaco, cerca de casa, un
amistoso internacional en 1999 junto a mi finado padre, siendo esa la
única oportunidad hasta el momento en que fui partícipe de un partido
del llamado deporte rey, y tuvimos que retirarnos en el entretiempo
debido a, ya en esa época, un pequeño connato violento emergido de la
muchedumbre que nos acompañaba.
Es por aquello que aconteció, a lo
mejor, que mi papá jamás me llevó a verle jugar a Olimpia, haciendo
valer la tradición familiar olimpista a la que soy perteneciente. Sin
obviar por supuesto una minoría de parientes liberteños y cerristas. No
soy socio del Club Olimpia y la sede la conozco apenas cada que paso a
pie, con el taxi o el colectivo. Soy un fan extraño, singular, para nada
fanático. Raramente me burlo o me exaspero durante una discusión de
olimpistas con cerristas. El fanatismo no conduce a ninguna bondad,
resulta todo lo contrario.
La mayoría paraguaya aún está en la
Prehistoria, porque no supera su fanatismo. El exclusivo afán de alentar
se ligó al de incidentar. Me imagino que la intención del fútbol en el
instante que se creó no era mala ni a corto, mediano o largo plazo. Muy
probablemente a sus progenitores se les haya ido de las manos la
expectativa. ¿Tenemos un solo culpable? No. La responsabilidad la
tenemos todos los involucrados con el fútbol, directos o indirectos.
Como premio consuelo en el presente, nos queda la magia de Lionel Messi
en el Barcelona de España. Y sí, nuevamente para mitigar el dolor. De
algo el futbolero debe agarrarse. Este año no saldrá campeón Olimpia
pero por suerte ya se consagró el año pasado tras once largos y tediosos
años. Tampoco Cerro. Es posible que lo haga Guaraní, así como viene la
mano. Lo mejor: evitar discutir sobre fútbol. Va a aparecer la polaridad
al pedo, a menos que la causa justa sea la Albirroja, para
poder salvarse de su abismo rumbo a Brasil 2014. Ojalá algún día el
fútbol vuelva a hermanar y no a separar.
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