lunes, 3 de junio de 2013

Cuento: El Panteón 87. Autora: Milia Gayoso Manzur.

Bajó del colectivo en la puerta del cementerio. Junto a la florista dudó entre una docena de margaritas o un ramo de rosas pálidas a medio abrir, con tallos cortos y muchas espinas. Se decidió por estas últimas. Recorrió el largo pasillo y el ruido de sus tacos retumbó en el campo santo molestando la quietud de la siesta.
Hacia el fondo, un albañil terminaba presuroso un panteón, seguramente el habitante llegaría en unas horas, para compartir con esos miles el lugar donde quedan dormidos los últimos sueños.
El sol de las dos de la tarde le quemaba la piel y hacía brotar gotitas por los poros. Frente a un panteón enorme, una anciana de luto sentada en una silleta, acomodaba jarrones con viejas flores de plástico mientras algunas lágrimas enormes y silenciosas salpicaban el piso. Se perdió en un laberinto de tumbas, cruces y grupos de malezas, le costó encontrar el panteón. «La tercera hilera después de la calle principal, el panteón 87, está pintado de amarillo y siempre tiene flores frescas y parece un lugar alegre en medio de tanta tristeza», le había dicho su madre.
Allí estaba. Recién pintado, con veredita y dos manchones de flores bien cuidadas en los costados. En el frente, a un lado de la puerta, una foto y una placa dorada que rezaba: «De tu esposa y tus hijos», volvió a repetir mientras un nudo enorme en la garganta se desató produciendo un llanto ruidoso.
Sacó las flores del florero y anque estaban frescas las reemplazó por las rosas pálidas. Miró a través del vidrio, estaba, el cajón tapado con un cobertor blanco bordado y lleno de encajes. Y adentro él, su padre, quizás ya apenas huesos, apenas un montón de ropa hechas añicos y huesos descarnados.
Cuando empezó a enfermar le habían escrito varias veces «papá quiere verte, papá quiere verte», pero no acudió al llamado, estaba demasiado ocupada con su éxito de bailarina en una discoteca europea. «Papá quiere verte», había dicho la última carta que recibió antes de aquella en la que le contaron que había muerto llamándola repetidas veces.
Y no vino, ni siquiera cuando murió. Ni para las misas, ni las novenas, ni en el primer aniversario. Sólo ahora, diez años después, y encontró a su madre ya cansada y vieja, a sus hermanos muy rencorosos y dolidos con ella. Por eso cuando pidió que alguien le acompañe al cementerio todos se negaron, ni siquiera le quisieron explicar la ubicación. Sólo su madre la recibió como siempre y la acogió con afecto.
No supo en qué momento se encontró hablándole, pidiéndole perdón por no haber venido cuando aún vivía, o aunque sea para traerle flores antes de que su cuerpo se marchitara del todo. Le conto de esos años lejos, creyéndose feliz sin necesitar de nadie, ganando mucho dinero, recibiendo el aplauso y la admiración de los hombres y de vez en cuando el amor un poco duradero de alguno. «¿Me vas a perdonar?», le repetía una y otra vez, «tenés que perdonarme para que sea realmente feliz».
«No tiene que llorar tanto, señorita», le dijo un nene con un balde de agua en la mano, «le va a perdonar porque ese señor es bueno, por eso ha de ser que todas las semanas vienen todos sus hijos a verle». El nene con el balde se alejó y queriendo ayudarla, la hizo sentir más culpable. «Vienen todos sus hijos a verle», repitió.
Cuando iba a marcharse notó que las rosas se abrieron completamente.

No hay comentarios:

Publicar un comentario