Rosemary y Guy Woodhouse son una joven
pareja de recién casados que se instala en un apartamento de Nueva York
(en el tristemente célebre Edificio Dakota).
Ella es ama de casa. Él, un ambicioso actor en busca de papeles. Sus
vecinos, una adorable pareja de ancianos a primera vista. Pero pronto
una serie de sucesos siembran la sospecha en Rosemary de que algo no
marcha bien en el edificio, y de que todos los vecinos del mismo
esconden algo. Su marido no comparte su opinión e intenta tranquilizarla
entre risas. La relación de él con los vecinos se hace más estrecha y
cordial, pero ella sigue encerrada en sí misma. Todo empeora cuando
Rosemary queda embarazada y sufre un progresivo declive físico que
desemboca en accesos de miedo y aparente paranoia.
Cuarenta y cinco años después de su
estreno, sigue resultando difícil citar una película más desasosegante,
malsana y escalofriante que Rosemary’s Baby (1968), incomprensiblemente titulada en España La semilla del diablo. Primera incursión de Polanski en Hollywood y primer guión escrito en solitario (basado en la novela de Ira Levin),
la historia hace de su calculadísima ambigüedad su mejor arma: se nos
muestra un escenario hiperrealista (un apartamento neoyorquino lleno de
referencias a la época del estreno del film), pero los sueños de
Rosemary abren un mundo de fantasía y terror diabólico en medio de la
cotidianidad. Se nos presenta a una alegre, simpática, enérgica y
pizpireta vecina (inconmensurable Ruth Gordon, Oscar
por este papel), pero se nos dejan pequeñas pistas que parecen indicar
que podría ser ella la responsable de los accesos de náuseas y mareos de
Rosemary. Se nos sugiere que el marido de Rosemary ama profundamente a
su esposa, pero también que es un ser ambicioso, capaz de cualquier cosa
por alcanzar el éxito como actor. Toda la película adopta entonces el
punto de vista de Rosemary, y entonces ella y nosotros nos hacemos las
mismas preguntas: ¿acaso no pueden estar las náuseas provocadas por el
embarazo? ¿Acaso los sueños no serán, simplemente, sueños? ¿Acaso no
tendrá razón el marido al indicar que los vecinos son, como parecen,
ancianos amables y continuamente prestos a colmar de atenciones a una
joven embarazada? Pero, al mismo tiempo, siempre flota la pregunta: ¿y
si todas las sospechas fueran ciertas? ¿Y si los vecinos tramaran algo?
El hecho de seguir toda la historia a
través de los ojos de Rosemary, unida a la fragilidad que aporta al
personaje la brillante interpretación de Mia Farrow,
hace que sintamos en nuestras carnes sus dudas sobre las propias
facultades mentales. Polanski rueda, como ya hiciera en el desasosegante
apartamento cerrado de Repulsión, un estudio sobre la
esquizofrenia y la neurosis con recursos totalmente cinematográficos:
uso de lentes en gran angular que muestran el apartamento en su
extensión, con sus recovecos, pasillos y muros que aprisionan a la
protagonista; planos en movimiento que muestran solo la mitad de la
acción; diálogos de Rosemary fuera de plano, para los que solo vemos la
reacción de sus interlocutores. Todo ello acentúa la sensación de
angustia e identificación con la protagonista.
Los ejecutivos de Paramount no
comprendían el perfeccionismo de Polanski, y propusieron su despido
apenas iniciado el rodaje. Pero el célebre productor Robert Evans (protagonista del documental El chico que conquistó Hollywood) respondió por él. No fue la única dificultad del rodaje: el mismísimo Frank Sinatra,
entonces marido de Mia Farrow, exigió que la película se terminara a
tiempo para que su esposa quedara libre para rodar otro film con él.
Cuando Farrow pidió a Sinatra que esperara, este mandó a un abogado al
set con los papeles del divorcio, provocando una crisis a Farrow de la
que se recuperó como pudo.
Vida de estrella
En una época en la que el cine de terror
sigue siendo en parte sinónimo de capas, colmillos, telarañas,
tornillos en el cuello y casas encantadas, La semilla del diablo
cae como una bomba, arrasando y provocando interminables colas en los
cines. El descomunal éxito del film convierte a Polanski en el chico de
oro de Hollywood, recibiendo decenas de ofertas para rodar películas de
corte similar. Rechaza todas ellas, y dedica los meses siguientes a
descansar y disfrutar de la vida con su pareja, Sharon Tate,
de la que diría: “Era la bondad personificada con todo lo que la
rodeaba: personas, animales, todo. Es difícil describir su carácter. Era
absolutamente buena persona, el ser humano más bondadoso que he
conocido jamás, con una paciencia extrema. La vida a mi lado fue una
demostración de paciencia, porque estar junto a mí debe ser un auténtico
calvario”. Juntos llevan una vida de estrellas en Los Angeles,
organizando fiestas en su casa y asistiendo a otras con amigos como Steve McQueen, Tony Curtis, Peter Sellers, Warren Beatty o Bruce Lee.
Polanski sigue sin embargo fiel a sus principios sobre la monogamia
obligada como fuente de crisis de las relaciones, y continúa viendo a
otras mujeres no sin conocimiento, al menos implícito, de su pareja.
Pero su amor por Sharon es, a su manera, tremendamente sincero, y pronto
surge la idea del matrimonio. Él tiene sus reservas, sin embargo: “La
idea de casarme y fundar una familia me asustaba, no por la posibilidad
de que ello coartara mi libertad —sabía que Sharon no permitiría jamás
que eso ocurriera—, sino porque los vínculos personales me hacían sentir
vulnerable. Este temor era un vestigio de mi infancia, de la
inseguridad que experimenté a la edad de cinco o seis años cuando mi
familia empezó a desintegrarse. La única manera de no sufrir, me decía
siempre, consistía en evitar los compromisos. Toda relación llevaba
implícita una inseguridad: la conciencia de que cualquier lazo emocional
entrañaba un riesgo de sufrimiento”.
Polanski y Tate se casan en 1968, y
prosiguen su vida feliz en Los Angeles, conviviendo con amigos a los que
invitan a casa, divirtiéndose y participando en la desinhibida vida
californiana de la época. A principios de 1969 Tate queda embarazada y
ambos se trasladan a vivir a una mansión en el 10050 de Cielo Drive, en
Benedict Canyon, Los Angeles. Pero en abril de ese año llega un fuerte
golpe: Krzysztof Komeda, gran amigo de Polanski y
compositor de casi todas sus bandas sonoras desde los tiempos en la
Escuela de Lodz, y que vivía en Los Angeles desde que el director lo
reclutara para La semilla del diablo, fallece como consecuencia de las lesiones cerebrales provocadas, al parecer, por una espantosa caída tras una noche de juerga.
Polanski vuelve al trabajo y se traslada
temporalmente a Londres para preparar el guión de una nueva película.
Pasa el verano de 1969 allí con Sharon, pero el avanzado estado de
gestación de ella aconseja que se traslade a Los Angeles lo antes
posible. Polanski pide ayuda en la redacción del guión a un escritor
americano afincado en Londres, y decide retrasar su regreso a casa unos
días separándose temporalmente de Sharon, que vuelve a Los Angeles. El
viernes 8 de agosto charla con Sharon por teléfono, le habla del estado
de bloqueo en que se encuentra el guión y decide volver a casa lo antes
posible, el lunes o el martes.
El sábado por la tarde recibe una
llamada urgente de Los Angeles. Algo terrible acaba de ocurrir en la
casa de Cielo Drive. El peso de la culpa por no haber estado en casa
mientras su mujer y varios amigos eran asesinados le acompañará toda la
vida.
Los asesinatos de Cielo Drive
La policía llegó tras la llamada de la
aterrorizada señora de la limpieza, que encontró los cuerpos la mañana
del 9 de agosto de 1969. Sharon Tate y Jay Sebring, su exnovio y famoso peluquero de Hollywood, estaban en el salón, atados el uno al otro por una soga. Wojciech Frykowski, amigo de Polanski, y su novia Abigail Folger yacían en el jardín. A Steven Parent
la muerte lo sorprendió nada más entrar en su coche. Volvía a casa tras
visitar al vecino del matrimonio Polanski, pero se topó con los
asesinos justo cuando estos saltaban la verja y se adentraban en la
propiedad. Fue la primera víctima. Todas ellas habían sido disparadas o
acuchilladas decenas de veces. La palabra “pig” (“cerdo”) estaba escrita con sangre en la puerta principal.
Dado que se tardó varias semanas en dar
con los culpables, la prensa se entregó a todo tipo de especulaciones y
alusiones a magia negra, drogas y orgías con desconocidos recogidos en
la calle y llevados a casa de los Polanski, a modo de velada crítica
hacia el presunto extravagante estilo de vida de las víctimas que las
culpaba, en parte, de su propia muerte. Todo parecía una estrategia para
mitigar el pánico que se apoderó de la zona, mayor aún cuando la noche
siguiente se produjo un nuevo crimen en casa de un tranquilo matrimonio
de mediana edad, los LaBianca, esta vez con las palabras “Rise“, “Death to pigs” y “Helter Skelter”
escritas con sangre en la nevera. Si existía un modo de culpar en parte
de lo sucedido a las extrañas costumbres de las víctimas del 10050 de
Cielo Drive, el resto de los vecinos podría dormir más tranquilo.
Así, revistas como Time y Newsweek
llegarían a hablar de ritos vudú, de una ejecución ritual simulada que
habría llegado demasiado lejos debido a las drogas e incluso de
presuntas mutilaciones genitales, de heridas en el vientre de Tate
(embarazada entonces de ocho meses y medio) y de todo tipo de salvajadas
destinadas a emparentar la masacre con los aspectos más macabros de
films como La semilla del diablo. En ese ambiente era
inevitable que parte de las sospechas de la prensa y de la policía
cayeran en el propio Polanski, que llegaría a someterse a la prueba del
detector de mentiras. Un año después, el juicio a los culpables
demostraría que ninguna de esas especulaciones de la prensa y detalles
escabrosos sobre presuntas mutilaciones eran ciertos, por más que todos
ellos sigan adornando más de un artículo sobre los crímenes en el día de
hoy, y que incluso se den todavía lapsus televisivos
en los que se atribuye a Polanski la autoría de los crímenes, olvidando
que fueron otros los motivos que con el tiempo le llevarían a la
cárcel.
En las semanas siguientes a la masacre
el director colaboraría activamente con los investigadores, que le
instaron a sospechar de sus amistades más cercanas. Él mismo detalla en
su autobiografía sus semanas de detective aficionado al acecho de sus
mejores amigos. Buscando posibles móviles, recordó que John Phillips, de The Mamas and the Papas,
sabía que Polanski se había acostado con su exmujer mientras Sharon se
encontraba rodando una película. La policía le entregó entonces los
utensilios necesarios para encontrar restos de sangre en el coche de
Phillips, cosa que hizo sin hallar nada que implicara al cantante.
También aparecieron unas gafas graduadas en la escena del crimen,
detalle que era desconocido por la prensa. Polanski se sorprendió
entonces el día en que Bruce Lee le dijo que había perdido las gafas y
necesitaba comprar otras nuevas. Tras acompañarle a la óptica para
averiguar la graduación del actor experto en artes marciales, se
comprobó que esta no coincidía con la de las gafas halladas en la casa.
La imagen de Polanski en la prensa no
mejoró cuando, ocho días después de los asesinatos, se prestó a hacer un
reportaje para la revista Life en la escena del crimen con el
fin de limpiar su imagen y denunciar las calumnias que jalonaban los
titulares. El director, aturdido y aún en estado de shock, cometió un
error fatal al dejarse fotografiar en la puerta de la casa (es la imagen
que encabeza este artículo). Inmediatamente circuló el rumor de que
había cobrado miles de dólares por las fotos.
La familia Manson
La investigación dio un giro en noviembre, cuando una prisionera de una cárcel denunció que otra reclusa, Susan Atkins,
le acababa de confesar entre risas y sin ninguna señal de
arrepentimiento su participación en los crímenes. Atkins cumplía una
condena menor tras ser arrestada días antes por robo organizado de
coches junto a una veintena de personas, todas ellas pertenecientes a
una especie de secta de estética hippie liderada por un sujeto llamado Charles Manson.
Manson había salido de la cárcel por
última vez en 1967, en pleno verano del amor en San Francisco. Para
entonces ya había pasado la mitad de su vida entre rejas. Hijo de madre
alcohólica y padre aparentemente desconocido, llevó una vida de oveja
descarriada desde la infancia, que pasó en varios correccionales. Pero
entre 1967 y 1969, en plena era hippie del LSD, había intentado abrirse
paso como cantautor, llegando a relacionarse con Dennis Wilson, batería de los Beach Boys, y con el empresario discográfico Terry Melcher.
También había aglutinado en torno a su persona un numeroso grupo de
seguidores (chicas jóvenes en su mayoría) conocido como “La Familia”,
con los que vivía a modo de comuna en diferentes ranchos de California y
a los que unió en torno a una doctrina absolutamente insensata y
disparatada inspirada, según él, por el White Album de los Beatles, recientemente publicado.
La doctrina de Manson, que él llamaba Helter Skelter por la canción homónima del disco,
aseguraba que una guerra racial apocalíptica estaba a punto de ser
declarada, lo que supondría el fin de la raza blanca. Mientras durase la
guerra, él y sus seguidores vivirían ocultos en cuevas subterráneas.
Después, una vez que los negros se mostrasen incapaces de gobernar el
mundo, volverían a la superficie y Manson sería elegido líder de la
nueva civilización. El insano propósito de los crímenes habría sido
desencadenar esa guerra, haciendo pasar a ciudadanos blancos acomodados
por víctimas de grupos negros organizados.
Aunque resulta particularmente difícil indagar en el pensamiento de un ser tan increíblemente perturbado como Manson, se ha especulado mucho con la posibilidad de que tuviera motivos más prácticos, por cuanto el modus operandi
de los crímenes parecía estar orientado a su propio beneficio. Y es que
se las arregló para convencer a su grupo de chiflados seguidores de que
debían cometer los asesinatos, no siendo él el autor material de los
mismos.
Se ha dicho que Manson guardaba un
rencor especial hacia Terry Melcher, el empresario discográfico al que
hizo escuchar sin éxito sus demenciales grabaciones como cantautor.
Melcher había vivido en el 10050 de Cielo Drive justo antes de los
Polanski, y se ha especulado con que el crimen fuera una venganza
personal. Sin embargo, Manson ya sabía que Melcher no vivía allí, pues
él mismo, en persona, se había presentado en Cielo Drive preguntando por
él cinco meses antes de los asesinatos. Tras informársele de que la
casa había cambiado de dueño, un amigo de los Polanski le invitó a
abandonar la propiedad inmediatamente, quién sabe si despertando en la
mente del psicópata un nuevo rencor hacia la clase acomodada.
Sea como fuere, las actividades
homicidas de la familia habían iniciado dos semanas antes de los
crímenes de Cielo Drive, cuando Manson llevó a tres de sus seguidores a
robar el dinero de una herencia a casa de un conocido suyo, Gary Hinman,
que fue asesinado por el grupo. La noche del 8 de agosto de 1969 Manson
había ordenado a su lugarteniente Tex Watson ir “a la casa donde había
vivido Terry Melcher y destruir a quien estuviera dentro”. Watson
reclutó para ello a tres jóvenes del grupo: Susan Atkins, Linda Kasabian y Patricia Krenwinkel.
Watson o Atkins, según los diferentes testimonios, fueron quienes
apuñalaron a Sharon Tate. Al día siguiente, el propio Manson habría
entrado personalmente en casa del matrimonio LaBianca y amordazado a la
pareja, para posteriormente salir fuera y ordenar al grupo (el mismo de
la noche anterior, más Leslie Van Houten y Steve Crogan) que entraran a matar a los ocupantes de la casa.
Linda Kasabian, que no había sido autora
material de ninguno de los crímenes y siempre alegó desconocer lo que
se iba a hacer en Cielo Drive, ejerció de testigo de cargo en el juicio
por el que todos los acusados fueron condenados. Susan Atkins moriría en
la cárcel en 2009 de un tumor cerebral tras serle denegado un último
indulto solicitado por sus abogados debido a su enfermedad. Tex Watson
sigue en la cárcel. En cuanto a Charles Manson, también fue condenado de
por vida, y hoy es el preso más famoso de los Estados Unidos.
Retomando la carrera
Quizá la frase más sorprendente de la
autobiografía de Roman Polanski sea esta: “Pronto empecé a acostarme de
nuevo con mujeres… quizás al cabo de un mes de la muerte de Sharon”.
Atrapados los asesinos, el director se retiró a los Alpes suizos, donde
reconoce haber gozado de la compañía de varias estudiantes de entre 16 y
19 años. Hundido por la depresión y resentido por el tratamiento de la
prensa que, descubierta la verdad, no se disculpó por sus elucubraciones
iniciales ni hizo nada por restaurar el honor de las víctimas, comenzó a
pensar en su próxima película.
Sabedor de que su siguiente obra sería
mirada con lupa por cuanto sería inevitablemente relacionada con los
crímenes, decidió alejarse de sus géneros predilectos (la comedia negra y
el terror) para adaptar un texto clásico: Macbeth, de
Shakespeare. Para ello, obtendría la financiación del lugar más
inesperado: la Playboy Productions, una parte del imperio de Hugh Hefner. Ello fue la piedra de toque para que la crítica ridiculizara Macbeth, llegando a afear a Polanski, sarcásticamente, que no ofreciera “algo más interesante en las páginas centrales”.
Pero el caso es que Macbeth (1971) es un film absolutamente asombroso. Polanski, junto con el coguionista y crítico teatral Kenneth Tynan,
introdujo varios cambios notables en la obra: el asesinato del rey no
se nos muestra fuera de plano como en la mayoría de los montajes
teatrales, sino crudo, real y salvaje; Macbeth y su esposa no son una
pareja madura y atormentada, sino jóvenes en la flor de la vida, “pues
no saben que están metidos en una tragedia, creen que están a punto de
obtener el triunfo vaticinado por las brujas”. También él y Sharon
vivieron en el feliz desconocimiento de lo que se avecinaba. Y es que
pensar en lo que pasaría por la cabeza de Polanski cuando rodaba escenas
como la matanza de la familia de Macduff o la profecía de las brujas
sobre el bebé no nacido de madre provoca escalofríos. Sea como fuere, en
Macbeth nos vuelve a contar la tragedia de Shakespeare con
fantástico pulso y tremendo desgarro. También con litros de sangre, lo
que provocaría ciertas reservas de Tynan ante las que Polanski
respondería, lacónico: “tú no viste mi casa de California el año pasado.
Yo sé lo que es la sangre”.
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