Dejo aquí, en tus umbrales,
mi corazón inaugurado; mi voz
incompatible;
mi máscara y mi grito y mi desvelo;
todos los carozos
desnudos, roídos de intemperie;
todo lo que decae como un pétalo seco
en
los vencidos días de otoño.
Hoy quiero verlo todo desde
dentro;
todo el hilván y el esqueleto de sostén;
toda la utilería;
los
telones y relieves prolijos del sueño.
Hoy recorro los
acontecimientos
como quien navegara a lo largo de la miga cariñosa
de un
pan
y saliera, de golpe, a flor de costra,
en llegando a la ciega
corteza
apoyado en carbones de próximos diamantes.
Así, ejecutado y
prolijo,
con la corbata puesta y los zapatos en su sitio:
como un muerto
que espera el turno de su leño.
Así.
Porque es hora ya de irse
preguntando:
¿A qué tanto jadeo y tanto andar a pie,
con la corbata puesta
al revés,
y el corazón al aire, allí,
justo sobre las coyunturas
desangradas
y los dedos haciéndole señas al Dios de nadie?
¿A qué los ojos
cayéndose de tanto ver osamentas
y los párpados, ardiendo
sobre el aire
podrido de un tiempo miserable?
Bueno: dejo aquí, en tus
umbrales,
mi corazón de arena; mi voz toda desecha
y mi máscara rota y mi
mano sin horóscopos,
sin huellas saturnales de lunas muertas;
todo aquello
que amé;
todo aquello que pudo ser un canto y es solamente
desprendido
terrón de cementerio.
Tómalos todavía: colócalos
en un hondo
nivel de marineros descansos;
ponles un grano de sal sobre las
órbitas;
ponles una flor marchita en los ojales...
Llámalos a esa muerte
que tú no desconoces
y entrégalos a la dulce vocación de los pájaros
que
emigran hacia el Sur...
Y no los nombres nunca, si no es para amarlos
en
recuerdo, en piedad, en dulzura de tarde quieta
-como quien acunara la cabeza
de un infante sin madre-,
Así.
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